UNA REFLEXION.


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Las promesas de campaña y la elección del 2021.


Por: José Antonio Servin. 22 de Febrero del 2021.

 

El día 4 de Abril inician formalmente las campañas políticas en Sinaloa y México, aunque proceso electoral arranco desde el 7 de Septiembre del año pasado, será la elección más grande y compleja” de la historia con 95 millones de mexicanos llamados a votar y en Sinaloa 2 millones 400 mil electores, mientras continúa la pandemia de coronavirus.

Se instalarán 164.550 casillas (mesas electorales), casi 8.000 más que en la última elección federal.
se visitaran unos 12 millones de ciudadanos en sus domicilios con el fin de reclutar a cerca de 1,5 millones funcionarios de casilla.

“Estaremos votando para renovar más de 21.000 cargos de elección popular”

En estos, comicios de 2021 se elegirá a 500 diputados federales de las 65 legislaturas, 15 gobernaturas, 1.063 diputados de 30 congresos locales y 1.926 ayuntamientos en 30 estados.

En Sinaloa y otros Estados del país por regla general, cuando un candidato promete en campaña hacer algo, lo cumple; aunque si son compromisos irresponsables no debemos exigir su realización.

Las plataformas de los partidos y las promesas de los candidatos son importantes porque nos dan una muy buena idea de qué acciones desarrollarán los ganadores una vez que asuman los cargos para los que fueron electos, y qué tipo de agenda legislativa impulsarán.

A pesar de que los políticos tienen fama de faltar a su palabra con recurrencia y de proponer cosas en campaña que en realidad no harían como gobernantes, la evidencia indica que, por regla general, cuando un candidato propone hacer algo en campaña, lo hace.

Desde luego, hay casos en los que las promesas de campaña se incumplen y los candidatos mienten sonoramente, alimentando nuestro cinismo sobre los políticos. Pero parece ser que esos casos no son más que anécdotas que confirman una regla que se podría expresar diciendo que las plataformas de los partidos y las promesas y propuestas de los candidatos en campaña son importantes; reflejan sus intenciones y prioridades y nos dan una idea bastante exacta del tono y de la inclinación de los gobiernos una vez que son electos.

En principio, esto es algo positivo; nos dice que podemos hacernos una idea bastante clara de qué harían los candidatos en el gobierno si hacemos una valoración crítica de sus propuestas.

Pero cuando los candidatos hacen propuestas irresponsables sólo con el fin de sumar votos, o cuando lanzan promesas de acciones que tal vez de forma sincera pensaban que eran positivas, pero que estaban armadas con base en diagnósticos equivocados, estamos ante un problema.

Las promesas y propuestas de campaña pueden convertirse en una camisa de fuerza que limite el abanico de posibilidades de acción de un gobierno y lo coloque en la incómoda posición de incumplir, o bien en la improductiva tarea de tratar de realizar lo irrealizable.

Si alguna de estas posibilidades se presenta, las preguntas clave para un gobernante son: ¿Qué promesas de campaña pueden incumplirse y cuáles no? ¿Dónde está la frontera entre lo que puede incumplirse sin comprometer la supervivencia política y credibilidad de un gobierno y cuáles son aquellos compromisos incumplidos que se pueden amortizar políticamente? ¿Cómo se construye una salida lo menos costosa posible a una propuesta de campaña que es imposible de cumplir?

Creo que esta reflexión es necesaria hoy dado el debate que hay sobre algunas de las propuestas del gobernante electo. Una falsa salida a esta situación es enfrascarnos en un debate en el que, por un lado, exigimos congruencia y cumplimiento de la palabra empeñada sobre las propuestas de campaña y, al mismo tiempo, criticamos duramente esas propuestas y a sus autores, radicalizando el ambiente político y negando una posible evasión negociada al gobernante electo para incumplir con dignidad.

No debemos exigir al gobernante electo que cumpla con promesas de campaña que no queremos que sean implantadas.

No seamos rehenes de ese debate. Estaríamos apretándole al gobernante electo la camisa de fuerza en la que se metió con sus propuestas y limitando su capacidad para gobernar, lo cual no conviene a nadie.

Un posible efecto de la radicalización del debate es que el gobernante electo se sienta acorralado, se arrope en sus apoyadores e intente cumplir a rajatabla con una agenda de propuestas de campaña salpicada de quimeras irrealizables que harían más daño que beneficio, y eso tampoco conviene a nadie.

La salida a una situación como esta exige compromisos por parte de quienes alimentan el debate político: por un lado, quienes ven con escepticismo al gobernante electo deben dejarle el suficiente espacio político para permitirle que se desdiga de algunas de sus propuestas hechas al calor de la competencia electoral y de olvidarse de tratar de implantarlas; por parte, del gobernante electo se requiere también mucha responsabilidad, y yo diría de un gran valor, para reconocer que tal vez las propuestas hechas en campaña no son, a la luz de un análisis más sereno, lo que necesita un Estado en este momento.


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