CON LUIS F. MOLINA EL CULIACAN
CAÑEDIANO ADQUIRIÓ EL GLAMOUR
CAPITULO VI
Por Herberto Sinagawua Montoya.
Publicación autorizada para Alternativa Sinaloa
Culiacán, Sinaloa. 21 de diciembre de 2021.
Sin ánimo de lastimar a nadie se puede decir que el Culiacán de la era cañediana era un Culiacán chaparro y feo, con pocas calles pero estrechas y laberínticas, y con una plaza de armas donde no había bancas en que sentarse y era un mero sesteadero de burros y vacas.
Según el cronista de la ciudad, el licenciado Francisco Verdugo Fálquez, Culiacán sólo disponía de unas cuatro o cinco calles decentes, lo demás “era monte virgen”. Dichas calles eran la del Pescado (Zaragoza), la Libertad (Buelna), la Tercena (Rosales), la del Comercio (Ángel Flores) y la del Refugio (Hidalgo).
A esas calles se reducía la villa de San Miguel de Culiacán, aprisionada durante tres siglos de Colonia, y sin saber qué rumbo tomar ya en el nacimiento del país independiente.
El licenciado Verdugo Fálquez ha dicho en su libro Las viejas calles de Culiacán, que estas calles eran cruzadas por otras calles, como la del Indio Triste (Morelos), la del Oro (Rubí), la de la Constitución (Carrasco), la Martínez de Castro (Obregón), la Independencia (Paliza) y la del Águila (Jesús G. Andrade), y eso era toda la ciudad de Culiacán.
Francamente muchos se quedan mudos por la sorpresa al leer la crónica del licenciado Verdugo Fálquez, en el sentido de que la calle Hidalgo (antes del Refugio) era el camino real por el que transitaban recuas cargadas con cereales, verduras, frutas, gallinas, cochis y pescado procedentes de la costa y de la sierra.
Se presume que el nombre de la calle del Refugio se debe a que en esa calle existió una posada donde llegaban los arrieros con sus animales para descargar y cargar sus mercancías y hallar reposo al cuerpo al tiempo que zacate de maíz para los animales.
Según sus biógrafos, el ingeniero Luis F. Molina llegó a Culiacán en 1890 después de ser contratado por el gobernador del estado, ingeniero Mariano Martínez de Castro, para darle una sacudida a la amodorrada ciudad que no escondía su facha netamente colonial.
A aquel caserío abigarrado en las orillas del río Tamazula habría que imponerle un nuevo sello, darle glamour a una ciudad pequeña que, al parecer, no tenía ánimo ni confianza en sí misma para dejar de ser un mesón de arrieros y gambusinos.
Sólo bastó un vistazo al ingeniero Molina para darse cuenta de lo mucho que tendría que hacerse. Había calles, como las de la Constitución (Carrasco) y Oro (Rubí) que eran auténticos callejones malolientes donde mucha gente, en la noche, descargaba los intestinos.
En torno a lo que ahora es el mercado Garmendia existía una especie de tianguis provisional donde se establecía un toma – y– daca entre el que compraba y el que vendía en un regateo lleno de pintoresquismo.
Los dos ingenieros (Martínez de Castro y Molina) habían hablado concretamente de un proyecto inmediato: la construcción del Teatro Apolo. Hasta allí, al parecer, llegaba el convenio de trabajo.
Sin embargo, cuando el ingeniero Molina conoció la ciudad y sus terribles carencias urbanas, hizo reflexiones muy juiciosas acerca de emprender un plan que quitara las jorobas y despojara de su facha de claustro a la capital sinaloense.
Martínez de Castro ─mente clara, organizada, ejecutiva─ aceptó, en principio, el vasto plan que el ingeniero Molina había empezado a pergeñar a resultas de un sorpresivo ataque de amor por la ciudad enana, simpática, bobalicona y mal hablada.
Héctor R. Olea, uno de los grandes historiadores sinaloenses, recogió con manifiesta simpatía la biografía del ingeniero Molina.
Nació en Ozumbilla, estado de México, el 13 de septiembre de 1864. A los dos días de nacido sus padres José Molina y Luz Rodríguez lo llevaron al curato de Tecumac para ser bautizado.
Después de cursar el bachillerato en el Colegio de San Ildefonso, en la ciudad de México, su intención era imitar a su tío Ignacio Molina que era un ingeniero militar y había combatido en la guerra contra los norteamericanos en 1847. En 1884 se inscribió en la Escuela de Bellas Artes o Academia de San Carlos, donde se impartían las carreras de pintura, escultura y arquitectura. Entre sus grandes maestros estuvieron el pintor Félix Parra, autor del famoso cuadro de Fray Bartolomé de las Casas, y el escultor Miguel Noreña, quien hizo la estatua de Cuauhtémoc que luce en el Paseo de la Reforma de la capital del país.
Tuvo de condiscípulo a Jesús F. Contreras, quien se haría famoso al crear la Fundación Artística Mexicana donde hizo las famosas estatuas de Zaragoza, en Puebla, la de Ramón Corona en Guadalajara, la de Benito Juárez en Chihuahua, y la de Rosales que junto a la de Corona están en una lateral del Paseo de la Reforma. Otra de sus famosas obras fue la Malgre-Tout que se instaló en la Alameda.
Ya con el título de arquitecto en la bolsa, buscó trabajo. Al año de su graduación, Enrique M. Rubio, senador de la República, lo recomendó con el ingeniero Martínez de Castro, gobernador de Sinaloa en tiempos en que el general Francisco Cañedo se despojaba del poder para taparle al ojo al macho y que las lenguas de víbora se apaciguaran con cambios de timón. Hubo una primera entrevista entre Martínez de Castro y Molina en el hotel Gillow, de la avenida 5 de Mayo, en la ciudad de México.
Martínez de Castro le ofreció un sueldo mensual de 250 pesos para construir un teatro en Culiacán. Le entregó dinero para el viaje y una carta de recomendación para Joaquín Redo, ex senador sinaloense muy allegado al presidente Porfirio Díaz, y que entonces vivía en Mazatlán.
No era fácil viajar de la ciudad de México a Culiacán: había que tomar el tren a Guadalajara. Después había que tomar la diligencia rumbo a Tepic. De allí a lomo de caballo o mula había que moverse al puerto de San Blas, Nayarit, tomar allí un barquito de cabotaje y enfilar rumbo a Mazatlán y de allí, también por mar, a Altata. En Altata el viajero tendría que tomar un pequeño trenecito y desembarcar todo magullado y sucio, en Culiacán. Antes de salir a Culiacán para construir un teatro, el ingeniero había observado en detalle el Teatro Hidalgo, en la calle de Regina, de la capital mexicana, tratando de recabar ideas e información para lo que le deparara el destino en un futuro cercano. Con ese mismo propósito estudió los teatros Degollado, de Guadalajara y el Juárez, de Guanajuato, que eran famosos por sus versallescas decoraciones.
Al llegar a Culiacán, el 22 de febrero de 1890, el ingeniero Molina fue instalado en el hotel Ferrocarril, que luego sería hotel Rosales, y ahora, en 2001, Holliday Inn.
Olea dijo en su biografía de Molina que Culiacán a la llegada del ingeniero era un poblado rústico que había sido fundado por Nuño de Guzmán el 29 de septiembre de 1531. Culiacán por su aspecto parecía más bien la lámina de algún lugarejo de Castilla la vieja o de algún novelón de caballería.
Sus edificios más notables eran la Casa de Moneda, la Catedral, el Seminario, el Palacio de Gobierno, los portales de cal y canto, la plaza de armas, la Fábrica de Hilados y Tejidos El Coloso de Rodas, la estación del Ferrocarril Occidental de México, y el Hospital del Carmen. No había más.
Fue designado por el Ayuntamiento como ingeniero de la ciudad. Hizo el alineamiento de calles, empezando por la Independencia (hoy Carrasco) y Oro (hoy Rubí), y empezó a trabajar en el plano regulador.
El 28 de febrero de 1890, Martínez de Castro colocó la primera piedra del puente Cañedo (hoy Hidalgo). Molina se hizo cargo de la obra. Enseguida colocó el reloj público de manufactura francesa en el Palacio de Gobierno. (Su debilidad era dotar de reloj a toda obra que emprendiera). Amplió a 30 metros de ancho la calle Dos de Abril, que luego fue el bulevar Madero. Dicha ampliación fue inaugurada el 13 de diciembre de 1891.
Arregló la nomenclatura de la ciudad, poniendo número a las casas, acabando con la confusión y el bochorno de no hallar un domicilio, aliviando la congoja de los cuatro carteros que había y los muchos visitantes. Amplió la calle Cañedo, hoy Villa. El urbanista dividió la ciudad en cuatro cuarteles con dos ejes: norte y sur, oriente y poniente.
El obispo de Culiacán, don José María de Jesús Portugal y Serratos, pidió al ingeniero Molina que diseñara el remate de Catedral para colocar un reloj, así como el trono del altar mayor.
El gobernador Martínez de Castro colocó la primera piedra de lo que sería el Teatro Apolo el 15 de septiembre de 1892, puso un cofre con el acta correspondiente, periódicos del día y monedas de oro y plata. Estuvieron presentes Remedios de la Rocha, rico minero; Amado Andrade, agricultor pudiente y los comerciantes Severiano Tamayo, Manuel Clouthier y Ángel Urrea.
La obra se inauguró el 16 de septiembre de 1894, y el orador oficial fue el licenciado Alberto Arellano Millán.
Contó el ingeniero Molina que los vecinos de Culiacán eran muy flojos y desidiosos: no les interesaba plantar un árbol ni mucho menos cuidar un jardín. (Diego Redo tenía una huerta de mangos en lo que ahora es la colonia Las Quintas. Antonio F. Izábal tenía, igualmente, una huerta de aguacates.)
Construyó el ingeniero Molina una enorme casa para el gobernador Cañedo, que luego se convirtió en recinto del Colegio Rosales, aceptando el poderoso personaje levantar su hogar más a la orilla del río, donde los aires eran más saludables y agradables.
Durante su estancia de 1890 a 1911, el ingeniero Molina realizó estas obras importantes: Teatro Apolo, edificio de la empresa de luz, casa de Cañedo, edificio Colegio Rosales, Plaza Rosales, Cárcel Pública (ahora DIFOCUR), edificio la Tercena (hoy Archivo Histórico General del Estado), Palacio Municipal (hoy MASIN), Santuario Corazón de Jesús, mercado Gustavo Garmendia y escuela Benito Juárez.
Su obra quedó anulada por las pasiones que desencadenó la revolución maderista. Se le acusó de cañedista y por ser cañedista tuvo que huir de la ciudad refugiándose en Los Ángeles junto con su familia. Nunca volvió a Culiacán.
Joaquín Redo, hermano de Diego Redo, lo mandó llamar urgentemente a su oficina y le dijo: —Mira, te llamé para decirte algo muy importante: el general Juan M. Banderas trae una lista de los que va a fusilar, en ella aparece tú nombre. Agarra tu hijo y tus cosas y vete de Culiacán lo más pronto que puedas.
Banderas traía efectivamente esa lista, pero el nombre del ingeniero Molina había sido incluido a petición de otro cabecilla revolucionario, José María R. Cabanillas, que había sido carpintero. En cierta ocasión el ingeniero Molina le encargó un trabajo importante para la plazuela Rosales y Cabanillas lo hizo mal, por lo que le negó el pago. Cabanillas venía tras la venganza.
El ingeniero Molina huyó con su hijo en un armón a Eldorado. Se embarcó hacia Guaymas y de allí siguió por tren a Nogales donde ya estaba Diego Redo. Había, pues, avanzado la revolución en Sinaloa, y huían los porfiristas y también los que habían hecho grandes obras a la sombra del cañedismo. Los méritos del ingeniero Molina se esfumaron. Nunca volvió a la ciudad a la que engrandeció con su talento y su trabajo. Fue el ingeniero de la ciudad que le dio a Culiacán su glamour, y, en recompensa, ni siquiera una calle lleva su nombre.
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