Alejandro Barrantes vs Ernesto Higuera; La versión sesentera de la lucha entre Pobres y ricos, en la era de Sánchez Célis
A sangre y fuego, Barrantes, candidato a Culiacán
Lucha apasionante a todo lo largo del municipio
Polo dobló al presidente del CEN, Carlos Madrazo
Memorable episodio de la política regional
Jorge Luis Telles Salazar
Julio de 1965, Culiacán, Sinaloa:
A meses de concluir la primera mitad de su mandato gubernamental, Leopoldo Sánchez Celis elabora su lista de candidatos del PRI a las 17 presidencias municipales e incluye a su secretario general de gobierno, Alejandro Barrantes, para Culiacán. Los posibles candidatos, en su totalidad, son gente completamente identificada con el gobernador, tal y como lo marcan las reglas de la praxis política mexicana.
Sin embargo, desde la sede del Comité Ejecutivo Nacional del PRI, presidido por Carlos Alberto Madrazo – y con el aval del secretario de Gobernación, Luis Echeverría Alvarez – llega la orden en el sentido de aplicar el ensayo promovido por el político tabasqueño, consistente en democratizar los procesos de selección interna de los candidatos a todos los puestos de elección popular; pero eso no parece inquietar mucho a Sánchez Celis: de cualquier modo ganarán sus propuestas; elementos de todas sus confianzas.
Así, en ese entendido, el PRI acepta la candidatura de Ernesto Higuera López, para la elección primaria en Culiacán, de conformidad con las doctrinas trazadas por Madrazo, mismas que gozan de las simpatías del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Los candidatos del gobernador tienen rival en la mayoría de los municipios; pero, con fuerza inusitada en Culiacán, Rosario y Salvador Alvarado, donde apuestan audazmente al juego de vencidas contra el titular del Poder Ejecutivo Estatal, un hombre graduado con todos los honores en las más altas escuelas de la política a nivel nacional.
Higuera López es respaldado por la Asociación Política “Francisco I. Madero”, encabezada por Enrique Peña Bátiz, quien no duda en desafiar el enorme poder político de Sánchez Célis y está dispuesto a llevar a cabo toda una revolución al interior del municipio de Culiacán. La presencia de las armas, incluso, no está descartada.
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Bajo estas circunstancias, una vez iniciado el proceso interno en Culiacán, la municipalidad se convierte en todo un campo de batalla política, con tumultuosas y candentes manifestaciones de apoyo hacia Higuera López, que el gobernador contrarresta también con concurridos mítines en favor de Alejandro Barrantes, para equilibrar la contienda por la candidatura del PRI a la alcaldía de la capital del Estado. La confrontación, sin embargo, lleva a Peña Bátiz al escenario deseado, el ideal para convertir esto en una nueva versión de la carrera de caballos entre el Alazán y el Rocío. Dicho de otro modo: los pobres contra los ricos.
La estrategia del legendario “Gallo de Oro” parece funcionar: de la noche a la mañana, Higuera López, apoyado por los pobres – que obviamente conforman la aplastante mayoría – se convierte en un auténtico fenómeno de aceptación popular, que amenaza con borrar del mapa a Barrantes, cuyas concentraciones pierden fuerza y calor, a pesar de los desesperados esfuerzos del gobernador, quien, de cualquier modo, no está dispuesto a dar su brazo a torcer.
Literalmente, la pasión se desborda en todos los hogares de Culiacán: desde la sierra, limítrofe con el vecino estado de Durango, hasta las playas y campos pesqueros de Altata y Las Arenitas y desde los límites con Elota y Cosalá, hasta Mocorito, Badiraguato, Angostura y Salvador Alvarado. La efervescencia se extiende no solo a los adultos, sino a las amas de casa, los jóvenes y los niños de escuela, donde también se debate en torno al futuro político de la municipalidad. La estrategia de Peña Bátiz funciona a la perfección.
En estas condiciones y no obstante el tratamiento oficialista de los escasos medios de comunicación de entonces, Ernesto Higuera llega al día del ensayo, con la percepción de una amplia delantera a su favor – en aquella época todavía no se utilizaban las encuestas -; pero Sánchez Celis responde con todas las argucias de la época, consistentes en el clásico robo y quema de urnas; presencia de gente armada en las inmediaciones de los centros de recepción; amenazas a los representantes del candidato Higuera y compra indiscriminada de votos, entre otras cosas.
En la medida que transcurren las horas de aquel domingo de verano de 1965, el ambiente se tensa; la atmósfera se enrarece y el temor sustituye a lo que había comenzado como toda una fiesta de la democracia, al amparo de la figura de Carlos Madrazo. Durante las primeras horas de la tarde, el proceso termina por abortar, ante las acciones de vandalismo, acusaciones de fraude y pillaje entre higueristas y barrantistas y en medio de las proclamas de triunfo tanto de Enrique Peña Bátiz como del gobernador Sanchez Célis.
Al caer la noche, los dos bandos se dicen ganadores; pero los resultados de aquel domingo, quedan encriptados, para toda la eternidad, como un secreto de Estado. Hoy día, 55 años después, nadie ha tenido la voz completa para señalar quien de los dos fue el triunfador de la elección.
Así las cosas, Sánchez Celis reporta como un éxito el ensayo democrático al Comité Ejecutivo Nacional del PRI e informa del triunfo de sus 17 propuestas; pero de allá arriba (Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría Alvarez y Carlos Alberto Madrazo) llega la orden de anular el proceso en Culiacán y Rosario, como resultado de las graves anomalías e irregularidades observadas por los emisarios del CEN, presentes en el ensayo.
Algo más: el Comité Ejecutivo Nacional ordena la reposición inmediata de la elección, en el entendido de que quedan inhabilitados para participar los mismos candidatos. O sea: ni Barrantes, ni Higuera. La indicación es concluyente.
Frente a esto, sin embargo, Leopoldo Sánchez Celis reacciona como todo un maestro de la política, al estilo propio de los gobernadores de aquella época: reduce a la nada al PRI-Estatal, al cual le prohíbe emitir una nueva convocatoria – finalmente él tenía el control – y vuelve a colocar a Barrantes en la palestra; pero ya como candidato de un partido local, tras encontrar un vericueto por ahí en las leyes electorales de la época. Así, por decisión propia, Barrantes se convierte en candidato ya para la elección constitucional.
A su vez, Enrique Peña Bátiz le responde con una nueva carta: el médico Alberto Zazueta Duarte, como candidato independiente y el PRI desaparece del proceso, en uno de los episodios más álgidos y complejos de la historia política sinaloense. La probidad y la honorabilidad eran las cartas de presentación del doctor.
Alejandro Barrantes regresa a la arena política frente a un nuevo adversario, ya en búsqueda de la alcaldía de la capital sinaloense. Zazueta Duarte, lamentablemente, no logra despertar el mismo interés que Higuera López y la campaña se desarrolla en medio del desánimo de una ciudadanía, que no logra digerir los acontecimientos recientes. Los eventos masivos escasean; el calor desaparece y Barrantes, ahora sí, triunfa sin mayores contratiempos, para asumir su cargo el primero de enero de 1966.
Y para no dejar duda alguna sobre su autoridad, efectivos de la Policía Judicial del Estado, toman por asalto el domicilio particular de Peña Bátiz – Morelos, entre Colón y Escobedo – y vandalizan las oficinas de su asociación política, operativo en el que caen detenidos el propio Peña Bátiz, Marco Cesar García Salcido – su hombre de confianza – y hasta Benito Flores, que apenas se asomaba como un incipiente líder estudiantil.
Ese era Polo Sánchez Celis.
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Sobre el particular, en el segundo tomo del libro “Los Gobernadores de Sinaloa ante la Historia: 1831-2010”, editado y producido por la fundación político-social de Heriberto Galindo Quiñonez, el historiador Nicolás Vidales Soto escribió: “en aquel momento, la gran tarea era consultar sin dividir, fortaleciendo la unidad del partido; de ahí que las diferencias entre Carlos Alberto Madrazo y Leopoldo Sánchez Célis alcanzaran grandes dimensiones y se convirtieran en materia de opinión de los comentaristas políticos del centro del país hasta llegar a las más altas esferas del poder”.
“De aplicarse la reforma madracista – según el texto de Nicolás – habría que responder a la siguiente pregunta: ¿Quién mandaría en la designación de las candidaturas a los puestos políticos de mayor importancia nacional: el presidente de la República o el presidente del partido? ¿Con quién harían compromiso los aspirantes? ¿Aceptaría el presidente de la nación la imposición de candidatos que resultasen de la consulta a las bases? Medio siglo después, la oxigenación de la democracia mexicana sigue en espera de la madurez ciudadana, indispensable para el avance de este largo proceso de la vida social”.
Por su parte, en su libro “Los Gobernadores de Sinaloa 1831-1996”, el periodista y político, José María Figueroa Díaz, reseñó: “Sánchez Célis fue el primero y único gobernador que se le puso al brinco a Madrazo, quien también quería lo mismo que Echeverría: la presidencia. Pretendió formar su propio partido, con la bandera de los plebiscitos para tener acceso al poder: gobernadores, presidentes municipales y diputados que le debieran a él sus posiciones y con ello ganarse su agradecimiento y simpatías”.
“En los instantes cruciales de esa memorable contienda – agregó -, el licenciado Luis Echeverría, secretario de Gobernación, le habló por teléfono a Sánchez Célis expresándole: Polo, dice el señor presidente Díaz Ordaz que lamenta este enfrentamiento entre dos amigos: uno prudente y el otro imprudente. Te pide y ruega que continúes tu siendo el prudente. Polo supo entonces que había ganado la batalla”.
A su vez, en un largo ensayo publicado en marzo de 2008, por la Revista Mexicana de Sociología, el analista Ricardo Pozas-Horcasitas, resumió: “a partir de ese conflicto, se inició una guerra de medios entre Madrazo y el gobernador de Sinaloa, en el que cada quien utilizó a sus aliados, tanto en la prensa nacional, como en la de Sinaloa y en la de Tabasco, inclusive, a la que se agregaron otros personajes que vieron en el conflicto la oportunidad de romper con la lealtad debida, como fue el gobernador de Tabasco, Manuel R. Mora, quien se alió a Sánchez Célis porque representaba su autonomía ante el mismo Madrazo”.
“El gobernador de Tabasco – expuso – acusó al presidente del PRI de intromisión en los asuntos del Estado y lo confrontó con sus mismos argumentos de democratización del partido: la eliminación de los hombres fuertes de las entidades federativas, quienes imponían, como se vio en Sinaloa, a sus incondicionales y a sus grupos, toda vez que en el ejercicio de la práctica vertical de la autoridad, los hombres fuertes de los estados contaban con el poder discrecional del uso institucional para eliminar a sus opositores”.
Leopoldo Sánchez Celis ganó la batalla y además con el reconocimiento prácticamente unánime de los principales actores de la vida política nacional de entonces: el 21 de noviembre de 1965, Carlos Alberto Madrazo presentó su renuncia a la presidencia del Comité Ejecutivo Nacional del PRI, en la inteligencia de que “los hombres debemos permanecer en un puesto mientras somos útiles a la tónica que se nos ha fijado” y convencido, por ende, de que “ha llegado el momento en que ya no reúno esa característica antes aludida”. Lo sustituyó el doctor Lauro Ortega, ratificado posteriormente por la asamblea nacional ordinaria del Partido Revolucionario Institucional. Carlos Madrazo fue una de las víctimas de un accidente de aviación, en la ciudad de Monterrey, solo tres años después.
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(Tras la amarga experiencia, tuvieron que transcurrir 24 años para llevar a cabo un proceso interno disfrazado de consulta, para la selección de un candidato del PRI a la presidencia municipal de Culiacán. En 1989, el gobernador Francisco Labastida convocó a elecciones internas; pero no a través de consulta a las bases, sino con asambleas de delegados, en número mayor a los habituales. Por Culiacán se apuntó Lauro Díaz Castro, el profesor José Carlos Loaiza Aguirre y el ingeniero Luis Alvear Gándara. Carlos Loaiza se retiró al comprobar sus sospechas en el sentido de que aquello era una verdadera farsa y que los dados estaban abrumadoramente cargados en favor de Díaz Castro. Loaiza rechazó una oferta alterna del gobernador al declarar a los representes de los medios de comunicación: “quiero el pastel no las galletitas”. Luis Alvear, en cambio, si se presentó a la asamblea en el estadio “Angel Flores”, donde un número mínimo de delegados – y eso porque así eran las indicaciones – votó a su favor. La victoria de Lauro fue arrolladora, lo que no ocurrió en la elección constitucional, cuyo cuestionado resultado trajo como consecuencia una inusitada movilización panista (el candidato era Rafael Morgan Ríos) que derivó en un incendio parcial del Palacio Municipal. De cualquier modo, la concertaseción entre el gobernador Labastida y el “Jefe Diego” – Fernández de Cevallos – le dio el triunfo a Lauro, a final de cuentas. Y todo esto, 24 años después del ensayo democrático de Carlos Alberto Madrazo.)
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Fuentes consultadas: Jesús Enrique Hernández Chávez, Jesús Manuel Viedas Esquerra, Roberto Soltero Acuña y Miguel Alberto Ortiz Mata.
Bibliografía: Los Gobernadores de Sinaloa ante la Historia (1831-2010), trabajo editorial coordinado por Heriberto Galindo Quiñones; Los Gobernadores de Sinaloa: 1831-1996, autoría de José María Figueroa Díaz (secretario particular de Sánchez Célis y diputado local por San Ignacio, en el primer trienio de Alfredo Valdez Montoya) y Revista Mexicana de Sociología (ensayo de Ricardo Pozas-Horcasitas)